Tiempos difíciles. Inciertos. Demandantes. Vivimos, casi de forma permanente, atentos a una realidad que en muchos momentos podemos sentir demasiado amenazante y peligrosa. Y la amenaza nos pone en estado de alerta. Tememos un daño. Sentimos el peligro acechando.

A nivel fisiológico se disparan mecanismos automáticos e involuntarios de reacción, primitivos. El sistema nervioso parasimpático se activa. Cantidades enormes de adrenalina y cortisol fluyen por el torrente sanguíneo: sudamos, tenemos taquicardia, aumenta nuestra presión sanguínea, la respiración se acelera. Tenemos una respuesta conocida como estrés. Así, cuerpo y mente se preparan para afrontar la situación amenazante. El problema surge cuando esta respuesta se cronifica, cuando la sensación de estar frente a un peligro no cede, sufrimos entonces de distres.

Ahora bien, pensemos en un día de una persona promedio, en estos tiempos que corren: jornadas extensas e interminables de trabajo en casa o en la oficina; los chicos y sus clases y tareas virtuales, más las jornadas abreviadas de presencialidad en el colegio y los malabares que como adultos debemos hacer para lidiar con ambas cosas en simultáneo. Las tareas domésticas, los avatares económicos para llegar a fin de mes, lo demandados que podemos llegar a sentirnos por parte también de nuestros afectos. Y por si fuera poco, el temor a enfermarnos o incluso, a morir, nosotros o los nuestros.

Preocuparse o en el mejor de los casos, ocuparse de todo esto, puede generar en nosotros un estado mental y físico de agotamiento, con el corolario de pérdida de algunas capacidades fisiológicas, falta de interés por las situaciones sociales y problemas para adaptarse e interrelacionar con el medio.

Para evitar el agotamiento y lo que éste conlleva, es importante, primero, establecer y sostener una rutina, ordenar nuestro día. Armar un esquema diario con las distintas tareas y fijar tiempos estimados de realización para cada una de ellas.

Sentir que contamos con un plan de acción, que poseemos las herramientas adecuadas para la misma, nos tranquiliza, nos relaja.

Sentir que tenemos el control sobre la situación externa, nos calma.

Y lo segundo, y no menos importante, es tomar algunos descansos, cada determinado tiempo. Podría ser cada dos o tres horas. Veinte o treinta minutos en los cuales podamos relajarnos, desconectarnos, en todas sus acepciones posibles. Cerrar los ojos, escuchar alguna música que nos relaje, disfrutar de unos cálidos rayos de sol… respirar profundo. Y luego, retomar con la actividad.

Como también es importante saber delegar algunas tareas, aceptar la ayuda que se nos brinde, establecer un orden de prioridades y posponer todo aquello que no sea urgente.

De esta manera, no sólo vamos a evitar el tan temido estado de agotamiento, sino que podremos ser más eficientes y productivos en lo que hacemos.

A nivel fisiológico se disparan mecanismos automáticos e involuntarios de reacción, primitivos. El sistema nervioso parasimpático se activa. Cantidades enormes de adrenalina y cortisol fluyen por el torrente sanguíneo: sudamos, tenemos taquicardia, aumenta nuestra presión sanguínea, la respiración se acelera. Tenemos una respuesta conocida como estrés. Así, cuerpo y mente se preparan para afrontar la situación amenazante. El problema surge cuando esta respuesta se cronifica, cuando la sensación de estar frente a un peligro no cede, sufrimos entonces de distres.

Ahora bien, pensemos en un día de una persona promedio, en estos tiempos que corren: jornadas extensas e interminables de trabajo en casa o en la oficina; los chicos y sus clases y tareas virtuales, más las jornadas abreviadas de presencialidad en el colegio y los malabares que como adultos debemos hacer para lidiar con ambas cosas en simultáneo. Las tareas domésticas, los avatares económicos para llegar a fin de mes, lo demandados que podemos llegar a sentirnos por parte también de nuestros afectos. Y por si fuera poco, el temor a enfermarnos o incluso, a morir, nosotros o los nuestros.

Preocuparse o en el mejor de los casos, ocuparse de todo esto, puede generar en nosotros un estado mental y físico de agotamiento, con el corolario de pérdida de algunas capacidades fisiológicas, falta de interés por las situaciones sociales y problemas para adaptarse e interrelacionar con el medio.

Para evitar el agotamiento y lo que éste conlleva, es importante, primero, establecer y sostener una rutina, ordenar nuestro día. Armar un esquema diario con las distintas tareas y fijar tiempos estimados de realización para cada una de ellas.

Sentir que contamos con un plan de acción, que poseemos las herramientas adecuadas para la misma, nos tranquiliza, nos relaja.

Sentir que tenemos el control sobre la situación externa, nos calma.

Y lo segundo, y no menos importante, es tomar algunos descansos, cada determinado tiempo. Podría ser cada dos o tres horas. Veinte o treinta minutos en los cuales podamos relajarnos, desconectarnos, en todas sus acepciones posibles. Cerrar los ojos, escuchar alguna música que nos relaje, disfrutar de unos cálidos rayos de sol… respirar profundo. Y luego, retomar con la actividad.

Como también es importante saber delegar algunas tareas, aceptar la ayuda que se nos brinde, establecer un orden de prioridades y posponer todo aquello que no sea urgente.

De esta manera, no sólo vamos a evitar el tan temido estado de agotamiento, sino que podremos ser más eficientes y productivos en lo que hacemos.

Ma. Fernanda Gonzalez