Sábado por la mañana. Me despierto con cierto malestar estomacal, tomo un desayuno liviano a las 8,30 y me recuesto nuevamente. Me quedo dormida. A las 11:15 me suena el celular. Es una persona del área de Recursos Humanos de una empresa con la que trabajo para pedirme asistir a un colaborador – Pedro – que se encuentra en Tel Aviv bajo una angustia extrema, debido a unos bombardeos que comenzaron en la madrugada del viernes 13 de junio de 2025.

Me toma unos minutos comprender la demanda, dado lo inesperado de un llamado laboral un sábado. Pero al comprender la urgencia,  me comunico con Pedro y hacemos una videollamada.

En ese primer encuentro, lo veo completamente desbordado. No puede hablar. Llora de manera incontrolable. La distancia del celular me deja sin recursos afectivos: no puedo tomarle la mano, no puedo apoyar mi mano en su hombro. Solo puedo ofrecerle un silencio empático que no sé si alcanza. He asistido muchas veces a personas que atravesaron situaciones críticas, pero nunca mientras el evento se desarrollaba en tiempo real.

Pedro no logra poner las palabras exactas para expresar lo que siente. Repite que no comprende la guerra, el odio la discriminación. Le era muy difícil poder articular imágenes, sensaciones y pensamientos en una narrativa bien armada. Yo, la espectadora de un psiquismo intentando poder comprender, procesar, y poner palabras a lo que sucede y siente.

Está aterrorizado. Cree que no va a poder con lo que está viviendo. Está solo, sin afectos cerca. Se mantiene  conectado  con su familia y amigos a través del celular, intentando encontrar ese acompañamiento necesario. Apoyado por la empresa que está en contacto permanente ofreciendo toda la ayuda disponible.

Ha corrido varias veces al refugio al sonar las sirenas, ha escuchado bombas caer cerca, ha sentido cómo todo temblaba. En contraste dentro del refugio está rodeado de personas acostumbradas a estas escenas que están tranquilas, lo apoyan, lo consuelan, y cuando salen, caminan por la calle, van a la playa como si nada hubiera pasado. Otra situación que dificulta la comprensión, la diferencia en las emociones, en la respuesta frente al suceso, lo hace sentir extraño, más inseguro emocionalmente.

Ya pasaron 4 días y Pedro está agotado de sostener semejante nivel de estrés. Las sirenas suenan tres o cuatro veces por día, y cada vez que logra calmarse, la sirena vuelve el estruendo, vuelve el sobresalto. “El corazón se me sale del lugar”, dice. Me cuenta que a veces piensa en quedarse en su cuarto y esperar “lo que Dios quiera”. Aparece la sensación abrumadora de no dar más, de rendirse frente a una amenaza que no cesa.

Yo sabía que tenía que intervenir. Ayudarlo a estabilizarse emocionalmente, facilitarle un espacio para expresar lo que siente. Pero ese saber, que en otros contextos me sostiene, acá se vuelve frágil. Entonces me pregunto: ¿Cómo lo acompaño? ¿Qué herramientas puedo ofrecerle para sobrevivir a esto, para fortalecerlo? ¿Cómo lo ayudo a construir sentido cuando lo que nos rodea es puro desconcierto?.

 La guerra, para nosotros, es ajena. No está en nuestras calles, ni en nuestra historia cercana. No forma parte de lo que aprendimos a enfrentar. Sin embargo, estoy acá, con él, atravesada por su angustia. Inundada por una emoción que no es mía, pero que me habita.

Por suerte, nuestra profesión siempre nos ofrece un salvavidas. Al terminar la sesión, hablo con mi socia, mi colega, quién me acompaña en la travesía de Momento Cero. Le cuento todo lo que pasó, como una forma de descarga, de resignificación. Ella me escucha, me valida, me dice “lo hiciste muy bien”, lo mismo que yo le dije a Pedro. Y en ese espejo, también me sostengo.

Acompañar a alguien en medio del horror es una experiencia que transforma. Nos enfrenta a los límites de la teoría, a la fragilidad del lenguaje, a la potencia del vínculo humano. En ese momento, no somos solo profesionales: somos presencia, somos escucha, somos humanidad compartida.

Pedro me enseñó que incluso en el caos, hay espacio para el encuentro. Que el dolor puede ser habitado si hay otro que lo sostenga.  Y que a veces, ese “muy bien” que decimos al final de una sesión no es solo para el otro, sino también para nosotros, que intentamos ser un abrigo en medio de la tormenta

También me mostró cuan esencial es sostener  desde un espacio compartido, desde  una presencia empática, para que el psiquismo pueda procesar lo impensable.